La democracia latinoamericana atraviesa una de sus etapas más delicadas en lo que va del siglo XXI. La creciente ola de violencia política, marcada por atentados, asesinatos y amenazas contra candidatos, líderes sociales y funcionarios públicos, no solo enluta a las familias de las víctimas, sino que pone en jaque los procesos democráticos de sociedades que luchan por reivindicar sus derechos y recuperar la confianza en sus instituciones.
El hecho más reciente, y alarmante, ocurrió el sábado 7 de junio en Colombia, donde el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay fue atacado a tiros por un adolescente durante un mitin en el barrio Modelia de Bogotá. El político, de 39 años y figura del partido Centro Democrático, recibió disparos en la cabeza y en el muslo, y permanece en estado crítico tras una compleja intervención médica. Las autoridades capturaron al atacante, un menor de entre 14 y 15 años, e investigan a posibles autores intelectuales detrás del atentado.
Este episodio reaviva los fantasmas de los años 80 y 90, cuando Colombia vivió una de las etapas más violentas de su historia política. Pero el problema no es exclusivo de ese país. Se trata de una tendencia que se ha instalado en distintos rincones de América Latina, donde la violencia ya no distingue entre ideologías ni niveles de gobierno.
En Ecuador, el asesinato del periodista y candidato presidencial Fernando Villavicencio en agosto de 2023 marcó un punto de inflexión. El crimen ocurrió a plena luz del día, a la salida de un mitin en Quito, y fue atribuido a organizaciones criminales infiltradas en las estructuras del poder. Su muerte no solo sacudió al país, sino que alertó a la región entera sobre los riesgos de la penetración del crimen organizado en la política.
En México, más de 30 candidatos y candidatas fueron asesinados durante el proceso electoral de 2024. Figuras como Gisela Gaytán, aspirante a la alcaldía de Celaya, fueron ejecutadas a plena vista. En estados como Guerrero, Michoacán y Veracruz, las campañas se desarrollaron bajo amenazas, extorsiones y zonas silenciadas por la violencia.
En Guatemala, Marcos Ajanel, líder indígena y aspirante a un cargo local, fue ejecutado en Alta Verapaz. En Bolivia, Omar Nina, dirigente cívico y precandidato a concejal en El Alto, también fue víctima de un ataque fatal. A esto se suma el asesinato en octubre de 2024 de Yolanda Sánchez, alcaldesa de Cotija, en Michoacán.
La tendencia es clara: el miedo y la violencia están desplazando a la política del espacio público. Expertos advierten que estos atentados no solo atentan contra la vida de personas específicas, sino que alteran los principios básicos de participación, representación y deliberación, pilares fundamentales de cualquier democracia.
“Lo que está en juego no es solo una elección, sino la capacidad de los pueblos para decidir libremente su destino”, advierte Camila Restrepo, investigadora del Observatorio Latinoamericano de Gobernanza.
La ciudadanía, que espera de sus líderes propuestas de justicia, empleo y dignidad, se encuentra en medio de un fuego cruzado. Muchos se preguntan qué sentido tiene votar si los candidatos son asesinados, si las propuestas se desvanecen entre amenazas y si la justicia permanece ausente.
Los organismos internacionales como la CIDH, la OEA y la ONU han condenado estos hechos y exhortado a los gobiernos a proteger a los actores políticos. Sin embargo, las respuestas han sido fragmentadas, reactivas y, en muchos casos, insuficientes. Mientras tanto, las víctimas aumentan y la confianza ciudadana se desploma.
América Latina está frente a una encrucijada. La violencia política no puede ser vista como “riesgo del oficio”, sino como una amenaza directa al pacto democrático. La región necesita garantías reales, instituciones sólidas y líderes comprometidos con la paz y la justicia. Porque sin seguridad para quien se postula, no hay participación posible; y sin participación, la democracia se reduce a una palabra vacía.
Hoy, más que nunca, los pueblos de América Latina no solo piden votar, piden vivir.