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EDITORIAL | La guerra invisible: el precio de destruir la naturaleza

Cuando parecía que se abría un camino hacia la sensatez, cuando el discurso oficial hablaba de soluciones integrales frente a la minería ilegal, el país se despierta con un bombardeo en plena Sierra Norte ecuatoriana. Desde el aire, lo que se observa no son campamentos mineros ni maquinarias, sino naturaleza viva: la montaña extendiéndose como un manto de agua y oxígeno. Hasta que las bombas caen.

Las imágenes son desoladoras. El operativo militar, presentado como un acto de defensa ambiental, deja tras de sí una profunda contradicción: la de combatir la destrucción con más destrucción. Porque si bien la minería ilegal ha contaminado ríos, desplazado comunidades, corrompido autoridades y convertido territorios ancestrales en zonas de riesgo, ¿puede la respuesta del Estado ser la misma lógica de violencia que se intenta erradicar?

Nos dicen que se evacuó a las personas antes de la intervención. Pero, ¿acaso alguien evacuó a los bosques, a los monos, a las aves, a las raíces de los árboles centenarios que sostienen el equilibrio de la vida? ¿Quién protege a los guardianes invisibles de la naturaleza cuando la fuerza sustituye a la inteligencia ambiental?


Bombardear la montaña no nos acerca a la justicia ambiental, nos aleja de ella. La naturaleza no es culpable, es víctima.


La minería ilegal no es solo un delito: es un síntoma. Detrás de cada socavón hay pobreza, abandono institucional, falta de oportunidades y redes criminales que se alimentan del vacío del Estado. Durante años, mientras se hablaba de planes de desarrollo, esos territorios fueron olvidados, convertidos en tierra de nadie. Hoy se pretende recuperar el control a punta de explosivos, sin reparar en que la montaña no es un campo de batalla, sino un santuario de vida.

La lucha contra la minería ilegal debe ser firme, pero también humana y planificada. Requiere educación, alternativas económicas, control fronterizo real y, sobre todo, presencia sostenida del Estado. Porque un operativo puede destruir una retroexcavadora, pero no desmantela una estructura criminal.

Bombardear la naturaleza no nos acerca a la justicia ambiental, nos aleja de ella. La Sierra no es culpable, es víctima. Y cada árbol caído por una explosión nos recuerda que seguimos actuando más por impulso que por conciencia.

Ecuador necesita políticas públicas que aborden el problema desde la raíz: prevención, fiscalización, sanción y rehabilitación de ecosistemas. Lo demás es teatro de guerra. Y en esta guerra invisible, donde el enemigo es el propio descuido, lo que está muriendo no son los culpables, sino los inocentes: la tierra, el agua, la vida.

Porque si seguimos creyendo que destruir es la forma de resolver, pronto no quedará nada que defender.

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