Durante meses, el debate nacional giró en torno a la posibilidad de convocar a una Asamblea Constituyente como una vía para enfrentar la crisis política, económica y de seguridad que atraviesa el Ecuador. Para un sector importante de la ciudadanía, votar SÍ representaba una salida rápida ante la frustración acumulada, el desgaste institucional y la sensación de que el país se desordena sin remedio. Sin embargo, un análisis profundo, histórico y técnico revela que esta expectativa estaba construida sobre una premisa falsa: una nueva Constitución no es una solución inmediata. Un proceso constituyente toma casi lo mismo que un período de gobierno, y los grandes problemas nacionales no se resuelven con una papeleta, sino con gestión pública, planificación, gobernabilidad y cumplimiento institucional.
Para entenderlo, basta revisar con rigor qué habría ocurrido si el SÍ triunfaba. Lo primero que se activaba era un nuevo proceso electoral. El Consejo Nacional Electoral debía proclamar resultados, abrir la inscripción de candidaturas y organizar elecciones para escoger a los constituyentes. Solo esa fase habría tomado entre dos y tres meses. Durante ese tiempo, el país habría seguido igual: inseguridad persistente, hospitales desfinanciados, escuelas deterioradas y una economía en tensión.
Elegidos los constituyentes, la instalación de la Asamblea habría tomado semanas adicionales: conformación de la mesa directiva, aprobación del reglamento y organización de comisiones. Desde ese momento, la Asamblea Nacional quedaba suspendida y la Constituyente asumía temporalmente funciones legislativas y de fiscalización. El resto del Estado, no obstante, debía seguir funcionando. El Presidente, los ministerios, los municipios y la justicia continuarían operando bajo un régimen excepcional, sujetos a supervisión del nuevo órgano. Esto habría colocado al país en un escenario institucionalmente delicado y vulnerable.
La fase más extensa habría sido la redacción del nuevo texto constitucional, que históricamente toma entre seis meses y un año. La Constituyente de 1998 tardó siete meses; la de Montecristi, ocho. En Bolivia, el proceso duró tres años. En Chile, once meses para un texto que fue rechazado. La razón es clara: una Constitución no es una carta de intenciones; es la arquitectura del Estado. En ella se define cómo se eligen las autoridades, cómo se organiza la justicia, cuáles son los derechos y obligaciones de la ciudadanía y cómo funcionan los mecanismos de control del poder. No puede improvisarse ni acelerarse sin comprometer su calidad y su estabilidad.
Aun aprobada por la Constituyente, la ciudadanía debía votar en un referéndum final, un proceso adicional que toma entre cuarenta y sesenta días. Ninguna Constitución puede entrar en vigencia sin esa ratificación. Pero incluso después de aprobada, el país habría ingresado a la etapa más compleja y menos comprendida: la implementación. Para que una nueva Constitución funcione, se requiere reformar o crear más de veinte leyes orgánicas, ajustar el sistema electoral, reorganizar instituciones, fusionar o eliminar entidades, redefinir presupuestos, reformar la justicia y convocar nuevas elecciones bajo las nuevas reglas.
La historia lo confirma. Tras 1998, el país tardó más de dos años en ajustar su marco jurídico. Después de 2008, la implementación ocupó casi todo el siguiente período presidencial, y varias disposiciones tardaron más de un lustro en concretarse. Una Constituyente no es una solución rápida. Es el inicio de una reestructuración que requiere tiempo, estabilidad política y altos niveles de coordinación estatal.
Lo que este proceso revela con crudeza es una verdad incómoda: el Ecuador no enfrenta un problema constitucional, sino un problema de gestión, liderazgo político y cultura institucional. La Constitución vigente contiene las herramientas necesarias para enfrentar la inseguridad, mejorar la economía, fortalecer la justicia y modernizar el Estado. Lo que falta no es un nuevo texto, sino hacer que el Estado funcione. Hemos depositado demasiada esperanza en cambiar las reglas y muy poca en construir capacidades públicas. En un país con veinte constituciones, ninguna ha logrado, por sí sola, generar seguridad, estabilidad, inversión o eficiencia. Las constituciones ordenan; los gobiernos ejecutan. Y la ejecución es hoy el eslabón más frágil del sistema.
El debate evidencia otro elemento crucial: la responsabilidad ciudadana. Hablar de deberes ciudadanos es incómodo, pero imprescindible. La frustración que hoy sienten miles de ecuatorianos proviene de la creencia de que una elección podía resolver, de inmediato, problemas estructurales acumulados durante décadas. Esa ilusión fue alimentada por actores políticos, analistas, comentaristas, periodistas y personas influyentes que respaldaron el SÍ sin explicar que una Constituyente es un proceso largo, técnico y altamente complejo que no resuelve emergencias.
La ética pública exige decir la verdad incluso cuando la verdad incomoda. No se puede sugerir que una nueva Constitución aliviaría la inseguridad o estabilizaría la economía cuando la evidencia demuestra que un proceso constituyente toma años. No es responsable ofrecer un atajo cuando el camino real es más largo. La ciudadanía merece claridad, no ilusiones. La verdad orienta; la ilusión engaña.
La derrota del SÍ no debe interpretarse como un retroceso, sino como una oportunidad para mirar con seriedad el verdadero problema. El Ecuador no necesita nuevas reglas, necesita cumplir las que ya existen. Requiere fortalecer la justicia, mejorar la seguridad con estrategia e inteligencia, planificar la economía con visión de largo plazo, profesionalizar el servicio público y consolidar políticas que sobrevivan al cambio de gobierno. Ninguna Constitución reemplaza la gobernabilidad ni la técnica. Ninguna Constituyente sustituye la responsabilidad. Ningún atajo reemplaza el trabajo.
El Ecuador no está condenado por su Constitución; está estancado por la forma en que se administra el poder. Cuando dejemos de buscar soluciones mágicas y comencemos a mirar la raíz del problema, podremos diseñar un camino sostenido de desarrollo. Ya tenemos la Constitución. Ahora necesitamos hacer funcionar al Estado.
Fuentes usadas para el análisis
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