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Ecuador ante el Referéndum y la Consulta Popular 2025: Cuando votar exige más que marcar una casilla

Democracia en tus manos

EDITORIAL

El 16 de noviembre la ciudadanía deberá participar en dos procesos diferentes que, aunque lleguen juntos a la papeleta, cumplen funciones totalmente distintas y deben ser comprendidos en toda su dimensión. El primero es un referéndum, cuyo propósito es modificar artículos específicos de la Constitución vigente. El segundo es una consulta popular que define si el país convoca o no a una Asamblea Constituyente, un proceso extraordinario que podría conducir a la redacción de una nueva Constitución. Esta distinción es fundamental. El referéndum plantea cambios puntuales; la consulta, un cambio total. Una cosa es ajustar un mecanismo dentro del Estado y otra cosa es reconstruirlo desde cero. Pero el hecho de que ambos procesos coincidan en el tiempo exige mayor responsabilidad, mayor información y mayor claridad por parte de quienes deberán tomar la decisión más importante: los ciudadanos.

Las tres preguntas del referéndum apuntan, según el Gobierno, a responder a problemas inmediatos. La primera consulta si debe eliminarse la prohibición constitucional que impide la presencia de bases o instalaciones militares extranjeras en territorio ecuatoriano, una medida que el Ejecutivo considera necesaria para reforzar la cooperación internacional en la lucha contra el crimen organizado. La segunda propone eliminar el financiamiento público a los partidos políticos, un debate que toca directamente la transparencia, la equidad electoral y la relación entre dinero y política en un país donde la confianza institucional está debilitada. La tercera busca reducir drásticamente el número de asambleístas e introducir un nuevo sistema de representación, con el argumento de reducir costos y mejorar la gobernabilidad de un Legislativo muchas veces fragmentado e ineficiente.

La cuarta pregunta, la de la consulta popular, abre un camino completamente distinto. Pregunta si la ciudadanía quiere convocar una Asamblea Constituyente para redactar una nueva Constitución. De aprobarse, el país entraría en un proceso extraordinario que permitiría redimensionar las instituciones, los poderes del Estado, los sistemas de control, los derechos ciudadanos y el modelo político en su conjunto. Esa nueva Constitución, una vez elaborada, tendría que ser votada nuevamente en un referéndum final. Se trata, sin duda, de una decisión que trasciende cualquier coyuntura y cuyos efectos podrían durar décadas.

En medio de este debate es imposible ignorar el contexto en que votaremos. Ecuador vive una crisis de seguridad sin precedentes, marcada por el avance del crimen organizado, la pérdida del control del territorio, la debilidad institucional y un desgaste político profundo. La ciudadanía está fatigada, desconfiada y asediada por una violencia que trastoca todos los espacios de la vida cotidiana. En un clima así, la claridad es indispensable y la improvisación un riesgo que el país no puede permitirse. Esta reflexión también debe considerar nuestra historia constitucional. Desde 1830, Ecuador ha tenido veinte constituciones, casi siempre surgidas en momentos de crisis o transición. Desde la primera, redactada en Riobamba durante el gobierno de Juan José Flores, pasando por las reformas de Rocafuerte, García Moreno, Eloy Alfaro, Isidro Ayora, Velasco Ibarra, el retorno a la democracia de 1979, la carta de 1998 en Riobamba y la Constitución de Montecristi en 2008, todas han sido respuestas a realidades cambiantes. Ninguna ha sido definitiva. Ninguna ha sido eterna. Todas han sido el reflejo de un país que ha debido reinventarse para sobrevivir o corregirse para avanzar.

Hoy, nuevamente, el país se encuentra frente a una encrucijada. La pregunta no es solo cuál Constitución queremos, sino si es el momento adecuado para abrir un proceso de rediseño total. La crisis de seguridad es urgente. La fragilidad institucional es evidente. Y aunque el cambio constitucional no es en sí mismo negativo, exige estabilidad, conducción política y ciudadanía informada. Ninguna de esas condiciones está plenamente garantizada hoy. Por eso, la responsabilidad es inmensa. No se trata de elegir entre apoyar o rechazar a un gobierno. No se trata de premiar o castigar a actores políticos. Se trata de decidir qué tipo de Estado queremos vivir y si el país está preparado para sostener un proceso constituyente mientras enfrenta simultáneamente una de sus mayores crisis. Se trata de preguntarnos si necesitamos ajustes inmediatos, como los sugeridos en las tres primeras preguntas, y dejar el debate constitucional profundo para un momento con mayor claridad y menor incertidumbre.

En este proceso existen dos prerrogativas claramente diferenciadas: por un lado, las tres reformas constitucionales puntuales que el Gobierno plantea como respuestas inmediatas a la crisis; por otro, la posibilidad de abrir una Asamblea Constituyente que redefine por completo la arquitectura del Estado. La ciudadanía debe reflexionar con serenidad si ambos caminos deben transitarse al mismo tiempo o si, dadas las circunstancias actuales, conviene separar las urgencias de las transformaciones profundas. No se trata de inclinar la balanza por un “sí” o un “no”, sino de recordar que ninguna sociedad puede cambiar su texto fundamental sin antes comprenderlo, estudiarlo y medir la contundencia de los ajustes que se proponen. Por eso es indispensable hablar de ciudadanía: cómo decidir sobre el futuro de la Constitución si aún no hemos terminado de asimilar la vigencia, los alcances y las limitaciones de la que tenemos hoy. El país merece tomar decisiones informadas, no apresuradas. Hoy más que nunca, el llamado es a pensar, a entender y a ejercer plenamente la responsabilidad democrática que nos corresponde.

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