La primera vez que me di cuenta de la existencia de Day’s End no fue desde una galería ni en un evento cultural. Fue caminando, como suelo hacerlo, explorando a pie la ciudad de Nueva York. Aquel día recorría la ribera del Hudson, dejándome llevar por las conexiones invisibles que existen entre calles, barrios y personas, cuando algo me detuvo: una estructura fantasmal, casi imperceptible, que parecía flotar sobre el río. No tenía paredes, ni techo, ni suelo. Y sin embargo, estaba llena de sentido.
Nueva York es así. Puede convertir el vacío en arte, una memoria en monumento, y un gesto en legado. Day’s End, del artista David Hammons, no es solo una escultura pública: es un contorno que guarda historias, un trazo poético que enlaza el pasado industrial y social del Muelle 52 con el presente vibrante y cambiante de la ciudad.

Esta obra monumental comenzó como un boceto en 2014, después de que Hammons visitara el recién inaugurado edificio del Museo Whitney, ubicado frente al río, en el Meatpacking District. Desde una ventana del museo, el artista contempló el sitio donde alguna vez se alzó un antiguo almacén portuario. Allí, en los años 70, Gordon Matta-Clark intervino clandestinamente el espacio con una de sus obras más provocadoras, también titulada Day’s End. Hammons no solo retomó ese nombre: lo convirtió en estructura, memoria y permanencia.
Realizarla no fue sencillo. Implicó siete años de planificación, estudios técnicos, permisos ambientales, diálogos con la comunidad y una recaudación de fondos que alcanzó los 17 millones de dólares. Fue parte de una intervención urbana más amplia, que transformó un antiguo centro de saneamiento en un parque público de 70 millones. Las piezas de la escultura se fabricaron en cinco países -incluidos Brasil, Italia y Canadá- y su montaje enfrentó retrasos debido a la pandemia. Pero en abril de 2021, en medio de la reapertura gradual de la ciudad, la obra fue finalmente concluida.
Porque en una ciudad donde el metro cuadrado se disputa con codicia, donde el espacio se mide en millones de dólares, Day’s End representa lo contrario.
Hoy, en 2025, Day’s End sigue ahí. Ya no sorprende por su novedad, sino por su presencia silenciosa. Es parte del paisaje del Hudson River Park, entre el cielo, el agua y los pasos de miles de personas que la cruzan sin saber -o tal vez sabiendo- que están pisando una idea.
Y esa idea es poderosa. Porque en una ciudad donde el metro cuadrado se disputa con codicia, donde el espacio se mide en millones de dólares, Day’s End representa lo contrario: una escultura abierta, que no encierra nada, pero lo contiene todo. Como dijo el entonces director del Whitney, Adam Weinberg: “No se puede fotografiar sin que contenga algo más. Es un contenedor del paisaje, de la ciudad, de quien la mira”.
En una metrópoli como Nueva York, donde el arte es parte del alma urbana, seguir la visión de un artista como Hammons no es un lujo: es una necesidad. Aunque costosa, la obra demuestra que la ciudad aún cree en el poder del arte como transformador del espacio y del espíritu. No es casual que el Whitney no la haya incluido en su colección: no le pertenece, pero se asume como su custodio. Porque el arte público, cuando es honesto y radical, no necesita paredes para existir.

Desde su inauguración oficial el 16 de mayo de 2021, el museo ha promovido actividades comunitarias, talleres familiares, acceso gratuito a exposiciones y el podcast Artists Among Us, narrado por Carrie Mae Weems, que explora el impacto artístico y social del lugar. La escultura sigue ahí, recordándonos que la historia también se escribe con acero y silencio.
Hoy, mientras camino una vez más por esa misma ribera, confirmo lo que sentí aquel día: Day’s End no está hecha para impresionar, sino para acompañar. Para invitar a detenerse, mirar alrededor y entender que el arte, en esta ciudad, no siempre grita. A veces, susurra.