Cuando el mundo se detuvo en 2020 por la pandemia del COVID-19, muchos imaginaron que aquella pausa forzada sería también un momento de reflexión colectiva. Se hablaba de un “nuevo pacto social”, de una humanidad más empática, de gobiernos más conscientes de su rol protector. Se dijo, y se creyó, que la pandemia nos haría mejores. Pero la realidad pospandémica parece contradecir brutalmente ese anhelo.
Hoy, lo que enfrentamos no es solo una crisis sanitaria resuelta a medias, sino un entramado de violencias múltiples, colapsos ambientales y respuestas institucionales debilitadas, que dejan al descubierto un problema estructural de salud pública integral, donde el cuerpo, la mente, la dignidad y el futuro están en riesgo.

Violencia que no cesa
La promesa de una humanidad más sensible tras la pandemia se desvanece ante la evidencia: la violencia se ha recrudecido en todos los niveles. Desde el aumento de la violencia intrafamiliar y los trastornos mentales en los hogares, hasta las guerras abiertas en Europa, Medio Oriente y África, pasando por la violencia social que se desborda en las calles de América Latina.
En muchos países, los sistemas de salud mental colapsaron tanto como los hospitales, sin que se diseñaran políticas serias para contener los efectos emocionales y psicológicos de una sociedad que carga duelo, miedo y precariedad acumulada. La violencia también se expresa en los feminicidios, en los suicidios juveniles, en la crispación colectiva que se respira en los espacios públicos y en la polarización política que deshumaniza al otro.
Desastres naturales sin tregua
Como si no bastara la pandemia, la naturaleza también ha hecho lo suyo. Huracanes, incendios, inundaciones, terremotos y sequías han cobrado miles de vidas y desplazado a millones en los últimos tres años. El cambio climático dejó de ser una amenaza futura: está aquí y ahora. Pero las respuestas siguen siendo tímidas, parciales y desiguales. Y lo más grave es que estos fenómenos, lejos de unirnos, acentúan las desigualdades: los más pobres pierden todo, una y otra vez.
”Frente a la indiferencia del poder, la ciudadanía organizada es la vacuna más urgente. El cambio verdadero nace desde la raíz.”
Estados que no responden
Mientras tanto, los Estados parecen replegarse, atados por estructuras ineficientes y atravesados por la corrupción. La pandemia evidenció el papel insustituible del Estado en el cuidado de la vida, pero también mostró su rostro más oscuro: contratos fraudulentos, sobreprecios en insumos médicos, servicios colapsados, negociaciones opacas y decisiones que priorizaron intereses políticos por encima del bien común.
Más allá del acceso desigual, lo más grave fue que medicamentos esenciales para enfermedades preexistentes como el cáncer, la hipertensión, la diabetes o el VIH, dejaron de llegar a tiempo. En varios países, los tratamientos fueron interrumpidos o postergados, con consecuencias irreversibles para miles de pacientes. La salud pública, en vez de fortalecerse, fue instrumentalizada o abandonada, dejando a los más vulnerables en un limbo sanitario sin respuestas ni responsables visibles.
Un problema que ya no es solo sanitario
La salud pública hoy no se limita a hospitales y vacunas. Implica una mirada integral del bienestar humano, que abarque el acceso a la salud mental, a la vivienda digna, al alimento sano, a una vida libre de violencia y a un entorno sostenible. Todo eso está en crisis. Y todo eso se agudizó, no se resolvió, tras la pandemia.
La estela del COVID-19 no fue el inicio de una transformación colectiva, sino el espejo de un sistema global roto, donde las desigualdades matan más que los virus y donde la salud sigue siendo el privilegio de unos pocos.

¿Y ahora qué?
El tiempo de la ciudadanía activa
No podemos seguir esperando que las soluciones provengan únicamente desde arriba, ni resignarnos a la apatía como forma de supervivencia. Si algo reveló la pandemia es que la acción ciudadana es clave para exigir, vigilar y construir respuestas sostenibles. No se trata solo de protestar cuando la crisis nos golpea, sino de organizarnos antes, durante y después.
Es momento de fortalecer el tejido social desde lo local, de reclamar transparencia, acceso a la información, políticas públicas con enfoque preventivo y justicia en el acceso a la salud. La presión ciudadana puede frenar la impunidad, denunciar el abandono y abrir espacios reales de incidencia.
También es tiempo de apostar por nuevas formas de comunidad: redes de cuidado, apoyo entre vecinos, iniciativas de salud mental comunitaria, campañas informativas, participación en presupuestos públicos y vigilancia activa de los recursos asignados a la salud.
El cambio no llegará si no lo impulsamos juntos. En un mundo que aún sangra por las heridas del abandono, ser ciudadanos informados, organizados y comprometidos es el acto más radical de esperanza.
“Frente a la indiferencia del poder, la ciudadanía organizada es la vacuna más urgente. El cambio verdadero nace desde la raíz.”