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Desmantelamiento de la democracia

La fragilidad democrática se evidencia en las fracturas que ha dejado la crisis institucional

El 24 de mayo de 2017 fue posesionado como presidente de la República el Lcdo. Lenín Moreno Garcés. Asumía el cargo como sucesor del Eco. Rafael Correa Delgado, no solo como sucesor, sino también como heredero de un proyecto político que, entre claros y oscuros y desde la percepción de la ciudadanía, había provocado algunos cambios; no estructurales en su mayoría, pero que para la gente eran cambios al fin.

Moreno Garcés abandonaría rápidamente su condición de heredero y sucesor, para pasar a convertirse en el mayor detractor de su antecesor. El proceso de deponer su inicial postura trajo consigo no solo un profundo impacto en la organización de la que fue parte durante al menos diez años, sino que también marcó el inicio del desmantelamiento de la democracia y de la fragilización institucional.

Se pueden enumerar algunos hechos: la composición de un nuevo Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, que dio paso a la operación conocida como el “Trujillato”. Un “nuevo” CPCCS que se adjudicó plenos poderes y que, en su momento, llegó a situarse por encima de la Constitución de la República. Otro hecho que sigue siendo parte del descalabro nacional es la politización de la justicia y la judicialización de la política. Hoy, los resultados son catastróficos porque ya no se trata únicamente de una lucha entre contrarios: cualquiera que piense diferente puede ser objeto de persecución judicial o política. Y, al igual que Damiens (el regicida analizado en Vigilar y castigar de Michel Foucault), la reputación y la imagen de los señalados se destruyen y se magnifican como mecanismo de aleccionamiento social en los medios tradicionales y digitales.


 «Una lógica inadecuada que mantiene socialmente enfermo al país, donde todos hemos pasado a ser parte de la sospecha, donde los conflictos ya no se dirimen con diálogo, sino con más violencia.»


Los bordes de las instituciones del Estado se difuminaron. La tesis de John Locke sobre la separación de funciones en Ecuador, evidentemente, ha fracasado. En el país, las instituciones del Estado terminan siendo secuestradas por los gobiernos de turno, constituyéndose en oficinas subordinadas a Carondelet. Pulverizar y vaciar de contenido a las instituciones, no solo las adscritas al Ejecutivo, sino a todas las del Estado, trajo consigo la crisis institucional que alimenta las demás crisis que el país arrastra desde hace años.

La tarea de recuperar la vida democrática es cuesta arriba. Su desmantelamiento ha provocado una serie de abusos que siguen ahondando la grieta de la devastación. La experiencia es tan evidente, que la mayoría de ecuatorianos expresa su inconformidad y desconfianza hacia el sistema democrático. Sin embargo, en los últimos años hemos vivido saltando de un proceso electoral a otro: entre consultas populares, elecciones presidenciales anticipadas y, actualmente, una nueva consulta solicitada por el presidente Daniel Noboa Azin. A esto se suma la posibilidad, ya en firme, de convocar a una Asamblea Constituyente que busca desmontar la Constitución de 2008 para pasar a no se sabe qué, dado que hasta ahora los ecuatorianos no tenemos acceso a un programa o proyecto de nueva constitución promovido por el actual mandatario.

Bypasear los procesos y procedimientos se ha convertido en la norma, en la regla general de la clase política. Los choques y atropellos interinstitucionales parecen ser las formas hegemónicas de articulación. La hiperinformación se arroja hacia la opinión pública como un tsunami que coarta la posibilidad del ejercicio de reflexión frente a lo que los medios masivos de comunicación y las redes sociales difunden de manera constante.

Ecuador necesita de manera urgente salir de esa lógica instaurada sobre cómo entender y gestionar la democracia, sobre el manejo de las instituciones y sobre el quehacer de la política. Una lógica inadecuada que mantiene socialmente enfermo al país, donde todos hemos pasado a ser parte de la sospecha, donde los conflictos ya no se dirimen con diálogo, sino con más violencia. Hemos transitado casi cincuenta años de vida democrática en el fracaso constante de la aplicación de las mismas fórmulas, sin poder cambiar ni modificar los problemas estructurales que nos aquejan.

Casi cincuenta años de vida democrática que hoy se aceleran hacia una autopista que amenaza con socavar su existencia.

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