Hay días en Nueva York en los que una piensa que las calles guardan historias que nadie pidió escuchar, pero que la ciudad insiste en contarnos. Yo suelo decir que cada barrio tiene un pulso propio y que el Dakota, tan imponente como reservado, late con una frecuencia distinta. Es un latido que se mezcla con la nostalgia, con el asombro de mis turistas, con el silencio que aparece cuando uno se atreve a detenerse en una ciudad que siempre nos pide caminar.
Al volver a leer los reportes de Associated Press, The Washington Post, el Smithsonian y los testimonios de Yoko Ono sobre el último día de John Lennon. No es solo una cronología. Es un mapa emocional. Uno que, sin darte cuenta, se superpone al mapa turístico que recorrimos tantas veces.
Esa mañana del 8 de diciembre de 1980, Central Park amaneció con un cielo azul limpio. Y aunque él no lo sabía, Lennon estaba viviendo un día perfecto para despedirse. Se dejó fotografiar por Annie Leibovitz, abrazó a Yoko como si el mundo estuviera a salvo y habló en la radio sobre cumplir cuarenta y sobre el miedo real de perder a quien se ama. A veces pienso que Nueva York nos regala señales y que, si prestamos un poco más de atención, podríamos escucharlas a tiempo.
En la tarde firmó un autógrafo a un joven cualquiera. Un turista podría decir que fue una postal más de la ciudad. Un neoyorquino sabría que, en esta ciudad, los encuentros pasajeros tienen efectos inesperados. Y una cronista, como yo, entendería que ese fue el instante decisivo antes del quiebre.
Chapman lo esperaba esa noche frente al Dakota. Y mientras él y Yoko regresaban de grabar Walking on Thin Ice, la ciudad dejó de ser solo escenario para convertirse en protagonista de una tragedia. Unas balas, un hospital cercano, y el mundo entero enterándose de la noticia a través de un partido de lunes por la noche. Nueva York, una vez más, obligándonos a sostener la respiración.

Cuando uno camina hoy por Central Park West, no encuentra un lugar oscuro ni un rincón que evite mirar. Al contrario. Encuentra miles de homenajes espontáneos, flores frescas, canciones, turistas que buscan comprender la magnitud de lo ocurrido, locales que recuerdan dónde estaban cuando escucharon la noticia. Para mí, ese es el verdadero acto de esta ciudad: transformar un dolor abrupto en un espacio ritual, un lugar que se honra todos los días sin necesidad de palabras.
Strawberry Fields se convirtió en un santuario, y no porque alguien lo decretara, sino porque la ciudad lo adoptó como tal. En mis tours lo digo siempre: Nueva York no olvida, pero tampoco se queda inmóvil. Convierte la memoria en un punto de referencia para quien llega por primera vez y en un abrazo silencioso para quien vuelve una y otra vez.

Y entonces me pregunto si el turismo no será también una forma de duelo compartido. Si caminar hacia el Dakota no es solo ver dónde murió un artista, sino entender por qué la gente del mundo entero aún viene a susurrar Imagine frente al mosaico. Quizás eso sea lo que hace a Nueva York tan irresistible. Cada historia que termina se vuelve el comienzo de otra.
Porque aquí, en esta ciudad que tantas veces parece indomable, hay recuerdos que se quedan en las aceras. Y cada vez que paso por ese lugar, pienso que Lennon ya no está, pero su presencia sigue guiando los pasos de quienes, como yo, creemos que las ciudades también tienen alma. Y que, si las caminamos con atención, pueden contarnos sus secretos.