La reciente polémica en Miss Universo 2025 volvió a poner bajo la lupa a un certamen que, aunque pretende renovarse cada año, sigue cargando con viejas estructuras que ya no encajan en el mundo actual. Para comprender por qué este episodio generó tanta conversación, conviene mirar hacia atrás y recordar que Miss Universo no nació como un espacio para celebrar la voz de las mujeres, sino como una estrategia publicitaria que reflejaba los valores y limitaciones de su época. Con el paso del tiempo, el concurso creció, se hizo global y trató de adaptar su imagen a nuevas sensibilidades, pero muchos de sus mecanismos internos parecen haberse quedado anclados en el pasado. Hoy, en un contexto donde las mujeres exigen representación real, respeto y transparencia, los conflictos de esta edición revelaron que el certamen todavía enfrenta dificultades para desprenderse de esa herencia. Lo ocurrido en Tailandia mostró que, más allá de la pasarela y los discursos, existen tensiones profundas entre lo que Miss Universo dice ser y lo que realmente es.
Miss Universo nació en 1952 tras un desacuerdo entre la marca Catalina Swimwear y los organizadores de Miss America. Para mantener control sobre la exhibición de sus trajes de baño, la empresa creó un nuevo certamen alineado a sus intereses comerciales. La primera edición se realizó en Long Beach, California, con Armi Kuusela de Finlandia como ganadora. Desde ese momento, el concurso creció de la mano de la televisión y se convirtió en un espectáculo global que consolidó un canon de belleza occidental, anglosajón y homogéneo. Durante los años cincuenta, sesenta y setenta, la mujer presentada debía ser impecable, silenciosa y disciplinada. La estética era regla, la voz un elemento secundario y el rol femenino seguía definido por expectativas ajenas a su autonomía y pensamiento.

En 1968, este modelo empezó a recibir críticas más fuertes cuando el movimiento feminista protagonizó la histórica protesta de Atlantic City contra Miss America. Aunque no estaba dirigida a Miss Universo, la denuncia alcanzó a todos los concursos de belleza. Las manifestantes arrojaron al Freedom Trash Can objetos simbólicos como fajas, tacones y maquillaje para mostrar cómo estos espectáculos reducían a la mujer a un modelo decorativo. A partir de ese momento, cada década sumó cuestionamientos adicionales. En los años ochenta y noventa se criticó la imposición de un canon occidental globalizado, mientras que en los años dos mil surgió el concepto de empoderamiento superficial. Las participantes podían hablar de causas sociales, pero el formato seguía sin permitir un cuestionamiento profundo de la estructura interna del certamen.
A lo largo de su historia, Miss Universo también acumuló polémicas que revelaron tensiones y contradicciones persistentes. En 1957, con el reinado de Luz Marina Zuluaga, varias delegaciones mostraron inconformidad con las reglas y la organización. En 1974, la española Amparo Muñoz renunció al título por desacuerdos contractuales, convirtiéndose en la única Miss Universo que ha abandonado la corona. En 2002, Oxana Fedorova fue destituida, aunque ella afirmó que renunció para continuar sus estudios. En 2015 se produjo uno de los errores más incómodos del concurso cuando se coronó por equivocación a la candidata equivocada. En 2019 y 2022, las acusaciones de favoritismo ampliaron la percepción de que el certamen carecía de procesos claros y formales de transparencia. En 2023 se celebró la apertura a mujeres casadas, madres o mayores de 28 años, pero el cambio generó debate internacional sobre si la inclusión era auténtica o solo un ajuste cosmético.
En 2012 comenzó una etapa de modernización que permitió la participación de mujeres transgénero y flexibilizó reglas históricas. El certamen integró discursos sobre diversidad, liderazgo, causas sociales y representación cultural. Sin embargo, estas transformaciones no terminaron de modificar la estructura de poder que sostiene al concurso. La narrativa evolucionó, pero los mecanismos internos se mantuvieron casi intactos.
La edición celebrada en Tailandia en 2025 hizo que esta contradicción estallara a la vista del mundo. La reprimenda pública a Fátima Bosch, Miss México, por parte de un directivo que le exigió no hablar sin su autorización, quedó registrada en video y viralizada en cuestión de horas. El episodio resultó particularmente discordante en un contexto global donde las mujeres exigen espacios donde puedan expresarse sin miedo a represalias. La escena generó protestas de algunas concursantes que se retiraron de la sala y silencios tensos de otras que sabían que cualquier gesto podía costarles su permanencia. Fue una imagen poderosa que reveló que la cultura del control sigue siendo parte del funcionamiento del certamen.
En la edición 2025, la representante de México se convirtió en el rostro de una controversia que puso en evidencia tensiones profundas dentro del certamen y cuestionamientos sobre el trato, la voz y la autonomía de las participantes.
A esto le siguieron denuncias aún más graves. Omar Harfouch, juez internacional, renunció días antes de la final afirmando que la elección de semifinalistas no fue realizada por el jurado oficial. Tras la coronación, Natalie Glebova, Miss Universo 2005 y jurado de esta edición, declaró que no hubo auditoría ni verificación de votos y que ella había elegido a otra participante como ganadora. Anunció además que no volvería a servir como jurado. Por primera vez, las denuncias no provenían de activistas ni de observadores externos, sino del interior mismo del proceso evaluativo. El señalamiento de manipulaciones internas y decisiones adoptadas sin transparencia sacudió la credibilidad del certamen.
Las opiniones de especialistas y exconcursantes reforzaron esta percepción. Señalaron favoritismos, presiones emocionales y falta de claridad en los criterios de evaluación. La brecha entre la narrativa de inclusión y la realidad de control se hizo más evidente. Las participantes pueden hablar de feminicidio, de salud mental o de desigualdad, pero lo hacen dentro de un formato que sigue evaluando cuerpos antes que voces y donde la obediencia puede ser premiada más que la autenticidad.
En este ambiente de tensión, Fátima Bosch fue coronada Miss Universo 2025. La mujer que había sido silenciada se convirtió en la figura más visible de la noche. Su victoria no resolvió el conflicto, sino que le dio un significado distinto. Transformó su triunfo en un símbolo involuntario de resistencia dentro de una estructura que todavía decide qué voces pueden ser escuchadas.
La polémica de 2025 no giró en torno a un debate sobre empoderamiento femenino. Lo que se puso sobre la mesa fue un cuestionamiento mucho más profundo relacionado con el control, la manipulación y la falta de transparencia. Cuando los propios miembros del jurado señalan irregularidades, el problema deja de ser estético o protocolario y pasa a ser ético. Miss Universo puede intentar modernizar su imagen, pero mientras las prácticas internas sigan recordando su origen patriarcal, sus esfuerzos por presentarse como un referente contemporáneo quedarán incompletos.

La lucha de las mujeres hoy se centra en la igualdad real, en la autonomía, en la justicia y en el derecho a hablar sin miedo a ser silenciadas. Miss Universo intenta reflejar esa realidad, pero no logra sostenerla cuando reproduce lógicas antiguas y opacas que pertenecen a un pasado que el mundo intenta superar. La belleza puede adaptarse a los tiempos. El control no. La manipulación tampoco. La falta de transparencia mucho menos.
La edición 2025 expuso esa herida con claridad. Lo ocurrido obliga a preguntarse si Miss Universo puede seguir existiendo tal como está o si necesita una transformación profunda para no quedar atrapado como un símbolo de un tiempo que ya no representa a las mujeres de hoy. La belleza no está en discusión. La credibilidad sí. Si el certamen no rompe sus cadenas de favoritismos, silencios y decisiones tomadas lejos de la mirada pública, será la ciudadanía global, y no las reinas, quien finalmente decida retirarle la corona.